El humor cumple un rol extraño en una contemporaneidad que a veces parece la más solemne de las épocas y otras exactamente lo contrario. ¿Será una forma de protegernos o una sensibilidad que perdimos de tanto mirar tragedias todo el día en Internet? A propósito de una lectura, inconclusa, de Samuel Richardson

Escribo prólogos y contratapas bastante seguido y, sin embargo, casi nunca reparo en el hecho de que esos textos suelen ser el primer acercamiento de un lector a la crítica literaria. A los escritores siempre les preguntan cómo llegan a la literatura, pero rara vez cómo se llega a la crítica, y la crítica (además de que también es literatura) les enseñó a leer, escribir y pensar a prácticamente todos los autores que me interesan. Algunos habrán llegado en la universidad, otros en el colegio o en la biblioteca de sus padres. Yo fui a un buen secundario, pero por alguna razón que desconozco en el colegio casi nunca te dan crítica para leer (ni siquiera cuando te dan libros bastante complejos, el tipo de libros que es más fácil leer con bibliografía secundaria que sin), de modo que esos textos aparecieron en mi vida gracias a los prólogos de las ediciones caras. Los prólogos de Cátedra, de Alianza y de Losada, de algunos otros sellos que recuerdo menos.

Pienso también en las entrevistas a Borges, en sus prólogos y en sus libros de ensayos que cada tanto aparecían, casi por error, en la biblioteca de mi abuelo. Recuerdo cuando empecé a darme cuenta de que todos esos textos formaban parte de una conversación en común, hacían referencias a autores que se suponía que una debía conocer. Con el tiempo fui entendiendo, también, que a esas bibliotecas de los críticos no las había leído casi nadie. La mayoría de los lectores de Borges no habían leído a Hawthorne, aunque él lo nombraba muy seguido como si todos los conociéramos. Los prólogos de Madame Bovary (antes de saber que existían los libros de crítica, yo me compraba varias ediciones del mismo libro para tener muchos prólogos) solían mencionar a Lord Byron y a Chateaubriand, pero la gente culta que yo conocía no los tenía demasiado leídos a ellos. Dos conceptos fueron imprimiéndose en mi mente a partir de estos descubrimientos: los escritores que solo leían otros escritores, por una parte, y la pregunta por los escritores que lograban ser leídos en épocas muy distintas a las suyas (Shakespeare, Cervantes, Tolstói o Emily Brontë) y los que por alguna razón o por otra, incluso habiendo pertenecido al canon, quedaban en el camino.

Hace unas semanas me puse a leer a uno de esos escritores que viven en los prólogos: Samuel Richardson, estrella de todos los prólogos a libros de Jane Austen que leí en mi vida, autor de unos cuantos clásicos que jamás llegué siquiera a tener en mis manos. Me crucé con un texto en el que Harold Bloom, uno de mis críticos favoritos, decía que Clarissa de Richardson era la mejor novela escrita en inglés, y pensé que, aunque seguramente me costara mucho, valía la pena darle una oportunidad. Me costó más que mucho leer una quinta parte de la novela (200 páginas; tiene como mil), y no sé si valió particularmente la pena, pero me sirvió para pensar en qué clase de obras sí tienen sentido en esta época, y por qué.

Llegué a entender, en lo poco que leí, lo que le ven de parecido a Jane Austen, y también las tres o cuatro diferencias centrales que hacen que a Richardson ya no lo lea casi nadie, y que cada diez o quince años tengamos que vivir para otra pascua de resurrección de Orgullo y prejuicio. La longitud, por supuesto, primero y principal pero, sobre todo, una cuestión de tono. Clarissa Harlowe, la protagonista de Clarissa, termina no mal sino pésimo: engañada, secuestrada, drogada, violada y luego muerta. Recuerda un poco a algunas chicas deshonradas en la periferia de las novelas de Austen: sobrinas, primas o conocidas de los personajes principales que dan el mal paso y terminan embarazadas de hijos bastardos en algún pueblo lejano, sobreviviendo gracias a la misericordia de algún tío. En las novelas de Austen, igual que en las de Richardson, esas son pobres chicas, que por mala suerte o mal juicio o una combinación de ambos (las violadas en las novelas inglesas casi siempre pecan de esto último) terminaron fuera de la buena sociedad a diferencia de las heroínas, que encuentran el equilibrio entre el deseo y la virtud.

Austen se ríe de su propio tiempo de una manera en que a Richardson jamás se le ocurriría hacerlo. Es curioso, porque es bastante probable que Austen haya sufrido mucho más las limitaciones de su contexto que Richardson y, sin embargo, es ella la que logra establecer la distancia crítica necesaria para burlarse un poco de todo

Se casan vírgenes con un tipo que les gusta y que tiene una buena posición, y entonces resuelven el dilema: no tienen que elegir entre ser felices y ser normales. Seguimos leyendo a Austen entonces, en parte, porque aunque hable de otro mundo y de otra época los finales de sus novelas son una buena metáfora de los finales que nos gustaría que nos toquen: integradas a las demandas sociales, pero sin sacrificar nada de lo que pensamos que nos hace únicas (o casi nada, porque hasta Bloom, que de progre no tenía un pelo, escribe siempre que habla de Austen que a todos nos resulta un poquito triste ver a las más picantes de las heroínas austenianas convertidas en esposas bien comportadas).

Pero hay algo incluso más importante, creo, una fuerza que cumple un rol extraño en nuestro lenguaje cultural, y que está presente en Austen y no en Richardson: la liviandad, el humor y la ironía respecto de la propia época. Austen se ríe de su propio tiempo de una manera en que a Richardson jamás se le ocurriría hacerlo. Es curioso, porque es bastante probable que Austen haya sufrido mucho más las limitaciones de su contexto que Richardson y, sin embargo, es ella la que logra establecer la distancia crítica necesaria para burlarse un poco de todo.

Digo que el humor cumple un rol extraño en nuestra contemporaneidad porque a veces parece que viviéramos en la más solemne de las épocas, un mundo donde todos se toman todo demasiado en serio, y otras veces parece exactamente lo contrario. Cuando voy al teatro, por ejemplo, y siento que es imposible construir un código que no se trate de reírse, que ya nadie va a sentarse a ver una tragedia o un melodrama.

Antes de abandonar por completo a Clarissa me lamenté un poco por no tener en mí la sensibilidad para disfrutar de la muerte de una santa. Más allá de la cuestión de la violación y de que parezca que la novela la castiga a ella por ser violada, realmente eso no me afecta tanto. No es un problema de ideas, puedo leer ideas de toda clase. El problema es el modo en que esas ideas se sostienen. Algo en mi educación sentimental se niega a tomarse las cosas tan en serio, incluso cuando se trata de cosas serias como la vida y la muerte. Quizás es un asunto mío, pero creo que es algo que va más allá, un mal del que participamos todos o muchos: una forma de protegernos, tal vez, de no mirar a la experiencia a los ojos como a la luna en un eclipse. O una sensibilidad que perdimos de tanto mirar tragedias todo el día en Internet, un músculo que sencillamente ya no logramos activar, una atención que aprendió a desviarse automáticamente de lo insoportable para soportar y seguir mirando.