En apenas 15 años, Sa Penya dejó de estar habitada por trabajadores para convertirse en el supermercado de la droga. La cesión a la Policía Nacional de unas casas ha aumentado la sensación de seguridad, pero un empresario amenaza con convertir la barriada en una atracción turística
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En la Eivissa antes del turismo, si eras un working class hero seguramente vivías en sa Penya. Un barrio siamés al Molinar o es Jonquet, en Palma, a el Cabanyal, en València, o la Barceloneta, en Barcelona, pero situado 30 metros sobre el Mediterráneo: la silueta de sus casas encaladas en ese cerro recuerda más a una postal de una isla del Egeo o a un pueblecito marinero de la Apulia.
Encajonados entre las calles del puerto, un acantilado y el baluarte de Santa Llúcia, en poco más de tres hectáreas se hacinaban más de dos mil personas. Marineros sin barco, agricultores sin tierra, mujeres que criaban familias extensas y trabajaban de criadas para las señoras nobles del otro lado de la muralla, pescadores. Esa fue la mezcla que convivió en sa Penya entre el siglo XIV y la década de los sesenta del XX. Predominaba, sobre todo, sa gent de la mar. “Barrio de pescadores” sigue siendo la etiqueta que mantiene este arrabal de casas blancas cuando se promociona en algún portal, vídeo o folleto turístico. Es, en cierta manera, irónico: las redes que se han tejido y zurcido, cada vez más densas, en sa Penya durante los últimos cincuenta años no tenían nada que ver con la pesca. Eran redes de narcotráfico.
Desde que la noche, el hedonismo y la electrónica pusieran una chincheta sobre Eivissa en el mapamundi, sa Penya se convirtió en el lugar perfecto para recibir, almacenar y vender, al por mayor o al por menor, en quilos o en gramos, todo tipo de drogas. Cualquier camello espabilado podía ocultarse en su angosto callejero. Cuestas, pasadizos, escaleras. Una tortura para las fuerzas del orden. El auge de las primeras macrodiscotecas que triunfaron en la isla necesitaba, además, de una macrosuperficie que abasteciera de estupefacientes al hedonismo. Un win-win con claros perdedores: los habitantes de sa Penya.
Desde que la noche, el hedonismo y la electrónica pusieran una chincheta sobre Eivissa en el mapamundi, sa Penya se convirtió en el lugar perfecto para recibir, almacenar y vender todo tipo de drogas. Cualquier camello espabilado podía ocultarse en su angosto callejero. Cuestas, pasadizos, escaleras. Una tortura para las fuerzas del orden
La clase obrera terminó de abandonar un montículo donde los clanes gitanos dominaban con mano de hierro porque la policía aparecía a cuentagotas. En Conversación en la catedral, Mario Vargas Llosa escribió una de sus frases más famosas: “¿En qué momento se había jodido el Perú?”. Desde entonces, comenzaban los ochenta, muchos ibicencos, con vínculos y sin relación con el barrio, se han hecho la misma pregunta sobre sa Penya.
Uno de los callejones de sa Penya.
La vieja barriada popular se construyó encima de un acantilado que se eleva una treintena de metros sobre el mar.
“Era difícil imaginar que pudieras estudiar una carrera”
“En los sesenta, la droga se veía en Eivissa como una cosa de los hippies, casi una excentricidad. No fue hasta muy avanzados los setenta cuando los ibicencos empezaron a preocuparse por lo que estaba sucediendo con el tráfico de estupefacientes”, explica Neus Escandell Tur. La razón que da esta historiadora es sencilla: cuando empezó a evidenciarse el efecto de la adicción en los hijos adolescentes o veinteañeros de familias autóctonas, el trapicheo que subía y bajaba hacia sa Penya se convirtió en una preocupación social. Había yonquis en la burguesía insular, ovejas descarriadas con dinero para pagarse un pico. El barrio donde se lo compraban era otro muy diferente del que, dos décadas antes, procedía la fuerza de trabajo que empleaban sus padres y abuelos.
“No es casualidad que los primeros inmigrantes peninsulares que llegaron a la ciudad alquilaran casas en sa Penya. Era la barriada más popular y ya llevaba siglos acogiendo a los payeses pobres que bajaban del campo a la ciudad porque no tenían herencia, y trabajaban como mayorales o jornaleros en las fincas que rodeaban la ciudad. Pero, unos y otros, cuando pudieron se marcharon de allí arriba. El mismo fenómeno ocurrió en la Marina, que era una zona mucho más diversa: convivían pequeños comerciantes y marineros, artesanos y señores de Dalt Vila que habían empezado a montar negocios en la parte baja de la ciudad porque era mucho más dinámica. Sa Penya, en cambio, era más homogénea, gente tan humilde como las casas donde vivían, auténticas infraviviendas. He visto pocas barriadas de Barcelona, por ejemplo, con peores condiciones de vida. Por eso, cuando el turismo hizo crecer la ciudad y se construyó el ensanche, quien pudo, se marchó a un piso con varias habitaciones, luz eléctrica, agua corriente y baño”, dice Escandell.
Panorámica de sa Penya desde el baluarte de Santa Llúcia.
La historiadora publicó, en Balàfia Postals, la editorial que también dirige, un libro escrito a medias con Juan Antonio Torres. Eivissa, l’ànima d’un poble estaba lleno de imágenes donde podía observarse cómo fluía la vida en sa Penya antes de que fluyeran la droga y los billetes fáciles, el dinero negro. Fue un pequeño best seller en la isla porque retrata la sociedad vilera en la primera mitad del siglo XX; un misil directo al corazón de muchos quintos de Escandell: el pasado que vislumbraron en la niñez porque lo escucharon de boca de sus abuelos. Como la propia historiadora, la última hija de una familia extensa.
Esta ibicenca nació en 1955 en una casa del Carrer de la Mar, una de las calles principales de la Marina. Sa Penya, por tanto, nunca le quedó lejos y tuvo amigas que se criaron cerro arriba. Visitó sus casas, jugó en las plazoletas de sa Penya, corrió por sus callejuelas. Tiene recuerdos. Por ejemplo, que ser de ese barrio “no generaba prejuicios”. “Sí podía haber cierta vergüenza de ser demasiado payés porque venías del campo, pero ser de allí se llevaba con orgullo, estaban orgullosas de venir de sa Penya. Aunque es evidente que existía una diferencia social: estudié, como las chicas de mi edad, en las monjas de San Vicente de Paúl y, al pasar al instituto, apenas había dos o tres compañeras que fueran de sa Penya. Era difícil imaginar que podías acabar estudiando una carrera o, incluso, terminar el bachillerato si venías de aquel contexto tan humilde”. Escandell rememora también un barrio con fuertes lazos sociales. Una hermandad que, según ella, permitió a los primeros murcianos –el apelativo que recibían los trabajadores peninsulares que llegaban a la isla– integrarse en la isla.
“Nunca echábamos la llave cuando nos íbamos a dormir”
Juan Pedro Rodríguez subió a sa Penya justo cuando comenzaba el proceso que describe Escandell. Entonces, el 63, la despoblación que sufriría el arrabal no era tan obvia porque los recién llegados sustituían a los que se marchaban. “Llevábamos tres años viviendo en la isla cuando mis padres compraron nuestra casa de la Peña. No recuerdo el precio, pero fue muy barata. Como no tenía baño, construímos uno en la terraza. Para un niño era un chollo vivir en la Peña. Yo añoro mucho esa época”. Cuarenta metros cuadrados, diez hermanos; dos habitaciones, una para el matrimonio, la otra para las hijas; y unas cuantas camas plegables en el comedor. Así se apañaba la familia Rodríguez, a los que todavía siguen llamando “los alejos” por el nombre del patriarca.
“Mi padre fue mozo de espadas en la antigua plaza de toros y jardinero del campo de fútbol. Mi madre hizo todos los trabajos que se pueden imaginar. Nos sacaron adelante”, explica Juaiche, el apodo con el que lo conocen su familia infinita y también los amigos que tiene en una ciudad donde en 2004 se convirtió en el primer gitano en jurar el acta de concejal. Rodríguez ejerció de opositor dentro del grupo municipal del PP y el primer día que se sentó en la sala de plenos del Ajuntament d’Eivissa reclamó al equipo de gobierno “más inversiones para rehabilitar el barrio” y “presencia policial” que acabara con la venta de droga.
La familia Rodríguez, delante de la casa que conservan en el barrio.
Juaiche muestra una foto de su infancia en la esta barriada obrera de origen medieval.
Durante su juventud, nunca pudo imaginar que acabaría viviendo rodeado de delincuencia. “Nunca echábamos la llave cuando nos íbamos a dormir y la bici que tenía entonces y con la que bajaba a hacer mis primeros curros nunca la candaba. Era un ambiente muy familiar el que había en la Peña que nosotros conocimos. Nos relacionábamos con la gente de la mar y con las señoras ibicencas que vestían de payesa: las recuerdo sentadas en los escalones de sus casas tomando el fresco en las noches de agosto. Ya de niños, nos daban cajas de gerret para que las vendiéramos por las casas. Así nos ganábamos unas perricas. Piensa que allí arriba había dos tiendecitas y para comprar casi todo había que bajar hasta sa Peixateria [el antiguo mercado de abastos de Vila, hoy en proceso de reforma para reconvertirlo en un centro cultural después de décadas cerrado]”.
–¿Se fue por los problemas que trajo la droga, Juaiche, o quería vivir en una casa más cómoda?
–Mi mujer y yo aguantamos hasta principios de los ochenta. Teníamos una casa con luz y agua, vivíamos cómodos. Nos fuimos de la Peña porque el ambiente no nos gustaba. Ya teníamos al pequeño. La mayor nació en el 76 y el siguiente en el 82.
–¿Fue por la droga, entonces?
–Erradicar un problema así, erradicarlo del todo, era muy difícil porque, si no se vende en la Peña se venderá en otro sitio, pero lo dejaron de mano. Las instituciones –tanto un partido como otro– dejaron la Peña a su rumbo… y cuando se dieron cuenta de lo que pasaba ya era demasiado tarde. Si no te preocupas de un problema cuando es pequeñito con los años se va haciendo grande. Me acuerdo que inauguraron un retén en la Peña… ¡pero nunca había policía!
–Muchas veces se ha definido a sa Penya como un gueto controlado por clanes de vuestra etnia, pero ¿a cuántas familias gitanas has visto marcharse del barrio?
–¡A muchas, muchas, muchas! En mi juventud, aunque fuera gitano, siempre estuve relacionado, como decimos nosotros, con payos. Fíjate si me siento ibicenco, que me tocó hacer la mili en Madrid y los días que tenía permiso me escapaba al Retiro para ver un poco de agua en el lago que hay en medio del parque [ríe y se queda en silencio unos segundos]. La droga ha hecho mucho daño a la Peña. ¡Pero mucho! Muchos payeses que conocía también se fueron allí. Lo que digo: mi pandilla era paya y ellos también se iban.
Erradicar un problema así, erradicarlo del todo, era muy difícil porque, si no se vende en la Peña se venderá en otro sitio, pero lo dejaron de mano. Las instituciones –tanto un partido como otro– dejaron la Peña a su rumbo… y cuando se dieron cuenta de lo que pasaba ya era demasiado tarde
Juaiche Rodríguez fue el primer concejal gitano de Eivissa, desde la oposición pidió mejoras para sa Penya.
Cronología del avance de la droga
Los datos demográficos que recoge la voz Penya, sa de la Enciclopèdia d’Eivissa i Formentera validan la memoria de Juaiche Rodríguez. A mediados de los setenta había 1.332 habitantes. La población ya presentaba síntomas de envejecimiento, las profesiones cambiaban. Más de la mitad de los “peñeros”, el gentilicio que utiliza el ex concejal, ya se dedicaban al sector servicios, pese a que el barrio seguía sin tener actividad comercial reglada. Un tercio, trabajaba en la obra. La gran estampida de la que la familia de “los alejos” formó parte estaba a punto de producirse.
Rescatando algunas noticias de la prensa local puede trazarse una breve cronología de la decadencia de sa Penya.
En 1975, la venta de droga no ha salido aún a la superficie. En el barrio preocupa más, por ejemplo, la saturación de los carteles que conducen a los turistas a los restaurantes del puerto.
En 1978, (cinco años después de la inauguración de Pachá, dos más tarde de la creación de Amnesia, el verano que abre KU) ya se produce la primera redada policial. Se incauta heroína valorada en seis millones de pesetas del momento (250 mil euros al cambio actual). Los dos detenidos tienen nacionalidad italiana.
En 1983, Diario de Ibiza señala por primera vez a un clan gitano: la Banda del Cojo. El periodista que firma la noticia dice que los vecinos no se atreven a hablar con él. Hay miedo.
En 1985, se incendia una casa: “Condiciones infrahumanas y tercermundistas. (…) Sa Penya, degradada y sucia sigue siendo rincón favorito y refugio para delincuentes, estafadores y traficantes de droga”.
En 1986, “más de cien gitanos, divididos en dos clanes, participaban en una violenta pelea que dio como resultado la detención de cuatro personas y la hospitalización de una gitana embarazada”.
En 1987, hay robos, chantajes y okupaciones. “No queremos que la Marina y sa Penya se conviertan en un barrio chino”, se quejan los comerciantes del puerto.
En los noventa, el sambenito de supermercado de la droga ya era inamovible y el efecto puede palparse en el padrón municipal de 2005: hace dos décadas, menos de quinientas personas estaban censadas en sa Penya. “Sí ha habido políticos que han querido rehabilitar el barrio, pero creo que el problema es que las instituciones no han creado nunca un proyecto integral para eliminar la venta de droga y reparar unas casas que hace tiempo que dejaron de ser dignas para vivir. También se necesitan servicios, comercios que abran todo el año. No los hay apenas en toda la Marina”, explica Neus Escandell.
En los noventa, el sambenito de supermercado de la droga ya era inamovible y el efecto puede palparse en el padrón municipal de 2005: hace dos décadas, menos de quinientas personas estaban censadas en sa Penya
Pintadas en un muro del barrio.
Se va la droga, llega la gentrificación
Ni siquiera la declaración como Patrimonio Mundial por la Unesco, en 1999, de las murallas renacentistas junto a las que nació sa Penya supuso un verdadero impulso para un lugar pintoresco del que ha empezado a sacar partido la inmobiliaria de Bernardus van Maaren. Este holandés ha comprado treinta propiedades en sa Penya en apenas 15 años. En ese período, quizás, los mecanismos que desdibujaron la idiosincrasia obrera de sa Penya hayan empezado a desgastarse. Aunque las redadas antidroga que rodeaban el arrabal como si fuera una favela en una película de acción ambientada en una megalópolis brasileña hayan seguido produciéndose (la última importante, en enero de 2023: cuatro detenidos), parece que el gran almacén de estupefacientes se fue trasladando a la periferia de la capital ibicenca.
Ni siquiera la declaración como Patrimonio Mundial por la Unesco, en 1999, de las murallas renacentistas junto a las que nació sa Penya supuso un verdadero impulso para un lugar pintoresco del que ha empezado a sacar partido la inmobiliaria de Bernardus van Maaren. Este holandés ha comprado treinta propiedades en sa Penya en apenas quince años
Sa Penya dejó de ser un fortín para los narcos porque entre 2011 y 2016, el Ayuntamiento consiguió desokupar 40 viviendas. Una manzana entera, una de las frutas que pudría el resto de la cesta. Allí, después de la reforma, entraron a vivir, en 2022, una docena de agentes de la Policía Nacional. Otros catorce se les unieron el pasado mayo, cuando se rehabilitaron diez apartamentos más. La presencia policial –y las inversiones– que reclamaba hace veinte años el primer concejal gitano de Eivissa ya habían llegado. Con la (sensación de) seguridad, también apareció la gentrificación.
Sa Penya dejó de ser un fortín para los narcos porque entre 2011 y 2016, el Ayuntamiento consiguió desokupar cuarenta viviendas y han entrado a vivir policías nacionales
La inmobiliaria de Bernardus van Maaren ha comprado treinta casas en quince años en sa Penya.
Algunas de las casas Van Maaren ya están en alquiler, temporal o de larga duración, pero con precios que superan los 1.500 euros al mes. “Se trata de convertir el barrio en un lugar vivible: luego nos quejaremos de que ese trabajo lo esté haciendo un holandés, por ambición, pero los ibicencos no lo hemos hecho, echamos a correr y nos olvidamos de sa Penya”, dice Escandell. La historiadora, eso sí, reconoce que, muchas veces, las herencias que se reparten entre varias generaciones dificulta las reformas: de los padres a los hijos, de los hijos a los nietos, muchos dueños que son, a la vez, familiares cada vez más lejanos, compartiendo el mismo título de propiedad. Un caos. Vender al capital extranjero termina siendo una tentación inevitable.
–A ustedes, Juaiche, ¿les han hecho alguna oferta para que vendan la casa que conservan en sa Penya?
–¡No, no! Nosotros no ponemos el letrero de se vende. Si no tengo mal entendido, hay un señor extranjero que va comprando casas. Conozco a gente que se la ha vendido a ellos. Otros se la han vendido al Ayuntamiento. Gracias a Dios, toda mi familia, mis hermanos y mis sobrinos, hemos trabajado y ya estamos jubilados, o tienen su trabajo. Una de mis hermanas pequeñas tiene un bar, tengo una sobrina enfermera, un sobrino policía nacional, otro, municipal. No necesitamos ese dinero. Esa casa vale mucho para nosotros. No vivimos allí, pero la tenemos bien y nos juntamos algunas veces a comer en familia. Arreglamos el techo, tenemos la fachada limpia…
–¿Y le gusta que una empresa sea dueña de tantas casas?
–Prefiero que haya alquileres turísticos a que las casas estén cerradas, porque, ¿qué será de la Peña sin habitantes? De todas maneras, si solo hay turistas o extranjeros, el barrio no se parecerá en nada a lo que yo conocí.