¡Fuente Ovejuna, todo el pueblo a una!”. La frase sale del drama de Lope de Vega y se convierte para siempre en lema del pueblo, en grito desgarrado; pero, en realidad, enmascara un linchamiento colectivo. Aquí, el pueblo es entendido como masa informe, como una ciega fuerza de la naturaleza, antes que como pueblo civilizado. Se trata de un pueblo que necesita obedecer a un jefe justo, ser gobernado, porque si no se desmanda, aunque sea con razón

Lo que más nos amalgama, lo que nos hace pueblo, por ejemplo, nuestro teatro clásico, en este caso, Fuente Ovejuna, puede escribirse de cuatro maneras diferentes: de la forma anterior y, además, Fuenteovejuna, Fuente Obejuna y Fuenteobejuna. Nunca nos hemos puesto de acuerdo en nada.

Solo el pueblo salva al pueblo ha sido una frase de consenso, pero nadie sabe a ciencia cierta quién la dijo. Quizá, por tal razón ha sido posible tanta unanimidad. Se la han atribuido a Antonio Machado, que está enterrado fuera de España sin que nadie pudiera salvarle más que a posteriori, dejando sobre su lápida francesa ramos de flores cogidos con el puño y retales de una vieja bandera que tampoco nadie pudo salvar. En la carta, donde muchos aseguran haber leído esa cita de Machado, el poeta escribió: “En España, lo mejor es el pueblo”. No decía nada de salvarse. Escéptico hasta la médula, como su Juan de Mairena (personaje al que mantuvo vivo durante toda la guerra), Antonio Machado no esperaba demasiada salvación.

La frase es bonita, solo el pueblo salva al pueblo; pero Machado era un gran poeta y no hacía frases, escribía poesías. Es otra técnica, otra sensibilidad. Las frases las hacemos los plumillas. Solo el pueblo salva al pueblo es una redundancia, una tautología. Así, hablaban Alejandro Lerroux o Gabriel Rufián, que tienen oratorias similares. El amor al pueblo, en Antonio Machado, está en la hélice de su ADN. La demofilia (palabra compuesta de pueblo y de amar) le viene al poeta por su padre, el folclorista Antonio Machado Álvarez, que firmó con el pseudónimo de Demófilo gran parte de su obra, incluida una famosa antología de cantes flamencos. Antonio Machado era un demófilo, hijo de Demófilo, no un salvador.

En la época en la que Antonio Machado escribió la tan mencionada carta, eran otros los salvadores. De hecho, siempre son los mismos. Los que dan más miedo. Al poco de empezar la guerra, en octubre de 1936, otro enorme poeta, Rafael Alberti, estrenó en Madrid su farsa satírica Los salvadores de España. Se trataba de un retablillo, para muñecos de guiñol, donde había esbozado una burla caricaturesca de los facciosos. Los personajes estaban representados por un campesino, un obispo, un general, un alemán, un italiano, un portugués y un moro (sic.). Y la escena tenía lugar en una plaza andaluza flanqueada, a un lado, por una catedral con un nido de ametralladoras en el campanario y, al otro lado, por mujeres de mantilla y mantón, y señoritos de sombrero ancho, asomados todos a los balcones. Como indicaba su título, la pieza iba sobre los salvadores de España.

Hubo una guerra cultural (entonces las guerras culturales las hacía gente culta), que consistió en recuperar, salvar, apropiarse, todas estas palabras tienen parte de verdad, de los clásicos del teatro español. Los falangistas construyeron su imaginario con el oro mítico de aquel siglo de oro. De Lope de Vega, Calderón…, tomaron una retórica, un léxico y cierta iconografía. El honor, la religión, las armas, la integridad de la doncella, el pueblo que ama a un rey que no está, que vive ajeno a lo que sucede, la rebeldía del caudillo del pueblo…. Todo eso está en este teatro, por supuesto.

Es el caso de “¡Fuente Ovejuna, todo el pueblo a una!”. La frase sale del drama de Lope de Vega y se convierte para siempre en lema del pueblo, en grito desgarrado; pero, en realidad, enmascara un linchamiento colectivo. Aquí, el pueblo es entendido como masa informe, como una ciega fuerza de la naturaleza, antes que como pueblo civilizado. Se trata de un pueblo que necesita obedecer a un jefe justo, ser gobernado, porque si no se desmanda, aunque sea con razón. Este es el mensaje que encuentra Falange en Lope de Vega, esta era la lectura que defendían en su guerra cultural. Más adelante, y en otro país, la novela popular sostendrá que la democracia colectiva no es posible sin el individuo. Esto se ve cuando en Los tres mosqueteros, de Dumas, se grita al unísono: “¡Uno para todos y todos para uno!”. Es otra manera de repartir.

En aquella guerra cultural, frente a los ultranacionalistas y frente al nacionalcatolicismo, los intelectuales leales a la República también quisieron hacer suyo el teatro clásico para devolvérselo al pueblo, como consideraban que le había pertenecido en el tiempo en que aquellas obras se estrenaban. Las Misiones Pedagógicas, la Barraca de García Lorca, las representaciones del Caballero de Olmedo, tenían este propósito. El adjetivo popular de aquel llamado teatro popular consistía en que ningún pueblo de España se quedase sin ver este teatro, por muy pobre que fueran sus gentes, por muy aisladas que estuviesen las aldeas en las montañas más inaccesibles. Popular significaba llegar a todos. Llevar la cultura a los pueblos era un trabajo arduo. Los actores, los maestros de escuela, viajaban en camiones y en carros por caminos de cabras hasta alcanzar los pueblos más recónditos, donde nunca habían oído una sinfonía, ni visto una obra de teatro, ni una película, ni un cuadro.

Hoy, nuestro acceso a la cultura no pasa por aquellos tortuosos caminos, sino por grandes medios de comunicación. Llegar a todos es más sencillo que nunca y, sin embargo, sucede al revés. Cualquier intento de llevar la cultura, primorosamente cuidada, conservada, ofrecida, es desprestigiado por un despectivo: ¡esto no le interesa a nadie! De un plumazo, se desprecia a la cultura y se desprecia al pueblo. Basta con repasar la programación de las televisiones para hacerse una idea de qué valor se le otorga a la cultura. Y, sin embargo, en las pantallas no cesan de repetir: Solo el pueblo salva al pueblo. Resulta más fácil salvar al pueblo que respetarlo.

También durante la guerra civil, en 1937, Rafael Alberti estrenó en el teatro de la Zarzuela de Madrid su versión roja de la Numancia, de Cervantes. Fue un acto de apropiacionismo político. De guerra cultural. En su adaptación, seguía el pueblo numantino salvándose hasta sucumbir bajo el cerco de los romanos. Pero, ahora, era la Roma de Mussolini la que cercaba a los republicanos de celtiberia. Ese era el mensaje de Alberti. Hoy, se la recuerda más porque su club de fútbol ganó la copa del Rey, y hasta llegó a jugar en primera división; pero, durante siglos, Numancia fue una consigna, una seña de identidad, un nervio de la raza, como diría Eugenio Noel. Durante el cerco de las tropas napoleónicas a la ciudad de Zaragoza, el famoso sitio de Zaragoza, se representó en escenarios improvisados la Numancia de Cervantes. El teatro siempre está al pie del cañón. Ni siquiera en tiempos de guerra cierran los teatros. En ningún país del mundo.

Solo el pueblo sirve al pueblo, esta es nuestra verdadera tragedia y nuestra única épica. Salvarse es otro concepto. Salvarse tiene mucho de cristiano. Jesucristo, salvator mundi, es el gran salvador de la humanidad. Un elegido, un ser divino, los salvadores son siempre muy sospechosos, no tienen más referencias que a sí mismos, y por eso se inventan las citas y crean una bibliografía a costa de quienes no pudieron, ni les dejaron, ni les consintieron, que se salvaran.

Para acabar, me atrevo a citar lo que sí existió. Aquí van estos cachiporrazos que reparte el títere del campesino, al final de Los salvadores de España, la pieza de Rafael Alberti para teatro de marionetas:

Toma, Obispo de Sevilla,

que ya has perdido tu silla.

Toma tú, Queipo de Llano,

por borracho y por marrano.

Adolfo, llegó tu fin,

conviértete en un bacín.

Hijo de la gran Benita,

toma de esta agua bendita.

Y toma tú este tomate

de Oliveira Sarasate.

A ti, morazo engañado,

te doy por el otro lado.

Ya terminaron su hazaña

los “Salvadores de España”.

NOTA: Por supuesto, es un humor discriminatorio y prejuicioso, que hoy no tiene derecho a la complicidad. Algo hemos aprendido en 88 años. Por otro lado, como todos los grandes poetas, Rafael Alberti era profético. Pero esto siempre lo vemos luego, cuando ya no hacen falta las profecías. Menos mal que la poesía permanece. En este caso, el estremecedor vaticinio del poeta se encuentra en los dos últimos versos. Basta con quitarle la “h” a hazaña.