El Titanic ya ha chocado con el iceberg, pero sigamos bailando alegremente en su salón, sermonea el nacional-populismo. No se preocupen, si hay que desalojar, ya llegarán las lanchas salvadoras de Elon Musk para llevarnos a Marte. Bueno, para llevarse a los que puedan pagar el viaje. ¡Es el mercado, amigos!
Escribo desde Salobreña a primeras horas de la mañana del miércoles 13 de noviembre de 2024. Escribo en una zona sobre la que hoy pesa la amenaza de lluvias torrenciales detectada por la AEMET. Confío en la AEMET, sus predicciones son cada vez más exactas, gracias a la tecnología y la preparación de su personal. Mucho más solventes, en cualquier caso, que las de esos politicuchos a lo Mazón que, ya desencadenada la DANA que cayó sobre Valencia hace dos semanas, se encerró en el reservado de un restaurante para tirarle los tejos a una periodista, quiero creer que solo los tejos profesionales.
La AEMET ha vuelto a acertar. Ayer hizo un día soleado y jovial en Salobreña, pero ahora el cielo que contemplo desde mi escritorio está cubierto de nubes lóbregas. Me dicen por WhatsApp que ya llueve sobre la ciudad de Granada, sobre Lanjarón, la puerta de la Alpujarra, y sobre la cercanísima Motril. Aquí tan solo chispea de momento, caen unas cuantas gotillas tan sucias como los bajos de un todoterreno en el Sáhara. Pero, en fin, el día apenas acaba de arrancar.
El pasado domingo, la asociación ecologista Cal y Caña exhibió en la plaza del mercado municipal un mapa de la Salobreña potencialmente inundable. Daba susto. Solo se salvaba el casco antiguo, la medina que los árabes situaron sabiamente en las laderas de una montaña y remataron con un castillo almenado. El resto –la nueva Salobreña a la altura del mar, las urbanizaciones veraniegas a pie de playa y la hermosa vega del río Guadalfeo– bien podría convertirse en una laguna –provisional o definitiva– por lluvias torrenciales o subidas del mar.
Soy bastante ácrata, nunca me ha tirado mucho lo de afiliarme a partidos o asociaciones, pero el domingo me apunté a Cal y Caña. La causa de la salvación del planeta me parece la más urgente y transversal de las que afronta la humanidad en este siglo XXI. Aunque soy consciente de que no es una causa popular si implica cambios en nuestro modo de vida, que los implica. Lo escribí en este mismo periódico la pasada semana: el negacionismo climático, un componente esencial del nacional-populismo a lo Trump, llena las urnas porque predica lo que tanta gente quiere oír: no hay motivos para cambiar.
El Titanic ya ha chocado con el iceberg, pero sigamos bailando alegremente en el salón del buque, sermonea el nacionalpopulismo. No se preocupen, si la cosa se pone aún más fea y hay que desalojar, ya llegarán las lanchas salvadoras de Elon Musk para llevarnos a Marte. Bueno, para llevarse, claro, a los que puedan pagar el viaje. ¡Es el mercado, amigos!
Entretanto, celebremos conferencias internacionales sobre el cambio climático a las que no acudan China y Estados Unidos, los principales contaminadores del planeta, y que organicen países ricos en hidrocarburos como Azerbaiyán –2024– y Dubai –2023–. Dejémosles a los lobos el cuidado del rebaño. Emitamos CO₂ hasta que no quede una gota de gas y petróleo en la Tierra. Permitamos que las petroleras sigan haciendo publicidad engañosa en redes sociales y medios de comunicación. ¡Que suene más alta la orquesta del Titanic!
Aquí y ahora, en la Costa Tropical del otoño de 2024, muchos vecinos llevamos unos cuantos días hablando con inquietud de la rambla de Molvízar, el Barranco del Arca, la asolada sierra de los Guájares y otros posibles desaguaderos de chaparrones torrenciales como las que podrían caer hoy desde Málaga a Motril. También de las construcciones que se siguen levantando en la ruta del agua de lluvia hacia el mar, como el nuevo centro de salud. Pues bien, le juro por la salud de mis hijas que tampoco faltan aquí quienes le echen las culpas de cualquier cosa que pueda pasar a Sánchez, por supuesto, ¡y los ecologistas! Son esa gente cada vez más abundante que no tiene el menor empacho en soltar a grito pelado sus disparates ideológicos en las barras de los bares, carne de bulos, espectadores de Iker Jiménez, votantes de Ayuso, Abascal y Alvise.
Y aquí estoy, en mi pequeño estudio en el casco antiguo de Salobreña, esperando el diluvio. Ojalá no sea para tanto, me digo, pero añado enseguida que no habré perdido nada por comprar provisiones para dos o tres días y no salir a la calle mientras rija la alerta naranja. Y les confesaré que cuando adquirí este estudio (más barato que una plaza de garaje en el Madrid de Ayuso, señores trolls de las derechas) ya pensé en el cambio climático.
No iba yo a comprarme algo con los modestos ahorrillos de cuarenta años de trabajo en una zona inundable, por mucho más próxima que estuviera a la playa que esta humilde morada, que es también la de aquellos de ustedes que sean gente de bien. Esto es, gente con ideas propias y cabales.