La demolición del antiguo monasterio franciscano de Vitoria en 1930 dejó una profunda huella que todavía se percibe en la ciudad, debido a la falta de justificación de una medida ilegal que echó abajo un monumento nacional
Cómo la vida de un pintor gótico del siglo XV (el mejor, eso sí) se ha colado en las pantallas de los cines
“Difícil es encontrar, no en Vitoria, sino en casi toda España, una fábrica tan suntuosa, tan elegante ni de tanta labor como esta: por fortuna la iglesia se conserva en perfecto estado y su restauración es fácil”. Si el arqueólogo José Colá y Goiti hubiera vivido lo suficiente, quizá habría acompañado voluntariamente el fatal destino del convento de San Francisco en Vitoria, incapaz de entender el comportamiento del ser humano. Pero falleció en 1924, seis años antes del desenlace de este capítulo de la crónica más negra del patrimonio español: lejos de ser restaurado, el ingente edificio —una “microciudad” en el corazón urbanístico de la capital alavesa— fue ajusticiado, dinamitado, completamente derribado para zanjar el débil debate generado hasta la fecha en torno a su conservación.
Luego, el solar vacío y sin planes durante dos décadas se encargó de remover la conciencia de quienes habían apoyado la desaparición del monasterio. El error fue de tal magnitud que hoy sigue pesando entre los vitorianos. La herida continúa abierta, dicen. Pero, ¿cómo pudo permitirse tal calamidad?
Basta observar las últimas fotografías tomadas en el interior del edificio —donde aparecen los extraordinarios bajorrelieves que decoraban los muros de la iglesia gótica— para tomar conciencia de la dimensión del desastre. O acudir a otro de los agravantes de la situación, quizá el más incomprensible desde la óptica actual: el templo de San Francisco fue parcialmente destruido solo dos días después de iniciarse el expediente para su protección como monumento nacional.
Bajorrelieves en el interior de la iglesia de San Francisco
Nadie —ni siquiera entonces— cayó en la ingenuidad de pensar que aquello fue un accidente. Una paradoja (derribo, pese a su protección legal) en la que habían incurrido otros muchos edificios en el primer tercio de siglo XX, incluso después. La protección de la ermita soriana de San Baudelio de Berlanga en 1917 no impidió arrancar sus pinturas murales en 1926. Tampoco frenó la maniobra del Gobierno de Franco de entregar a Estados Unidos el ábside de la iglesia de San Martín de Fuentidueña en 1958, pese a ser monumento nacional. Entonces se utilizó una treta surrealista, la del depósito temporal del bien, como si la cabecera románica vaya a ser desmontada algún día y a emprender el viaje de regreso al pueblo segoviano desde el museo The Cloisters de Nueva York.
Cuando los historiadores del proyecto Álava Medieval asumieron el reto de investigar qué ocurrió con el convento de Vitoria, pronto se dieron cuenta de que estaban ante un caso singular. “Desde un punto de vista artístico, fue un edificio importante, de estilo gótico, cuya construcción arrancó a finales del siglo XIII, se completó en el XIV y siguió evolucionando con la incorporación de otro claustro y muchas capillas de estilo renacentista”, describe Gorka López de Munain, historiador del arte que coordinó en 2018 la elaboración del trabajo monográfico más ambicioso hasta la fecha.
Inicio derribo anexos convento de San Francisco
Sin embargo, “lo que más destacaría es su conexión con la ciudad, pues fue lugar de reunión del concejo, de las juntas generales de Álava, abrió un colegio para la orden franciscana y allí fueron enterradas figuras muy importantes de Vitoria”, señala el autor de La ciudad perdida. Historia cultural del convento de San Francisco de Vitoria-Gasteiz, junto a Íñigo Ezkerra, Isabel Mellén y Ander Gondra.
Un lugar disputado por las élites
Así que la importancia del convento franciscano trascendió sus orígenes a finales del siglo XIII, cuando fue construido por orden de una mujer, Berenguela López de Haro, con la colaboración del rey Alfonso X el Sabio. La noble había expresado en el testamento su voluntad de ser enterrada allí, una decisión que acabaría llenando el subsuelo del coro de la iglesia con las tumbas de las mujeres más importantes de la época. Con el transcurrir de los siglos, el ingente complejo monástico —una iglesia, dos claustros y una serie de edificios residenciales que abarcaban una manzana completa— “fue muy disputado por las elites del momento; no era solo un convento franciscano, sino un agente cultural y político de la ciudad”, precisa López de Munain.
No obstante, a esta “ciudad perdida” le aguardaba un largo y amargo declive, iniciado en el convulso siglo XIX. La exclaustración de los franciscanos dejó las dependencias al servicio de uno de los fenómenos entonces más comunes: la guerra. “En torno a la nave y el claustro, había una serie de edificios con dependencias de miles de metros cuadrados; cuando dejó de ser un convento franciscano, el edificio se transformó en un espacio perfecto para ser reconvertido en cuartel”, explica el coordinador de la investigación.
Así que los militares encarnaron a los nuevos “monjes” de aquel complejo que no abandonaría ya la función militar hasta 1925, cuando las últimas tropas fueron trasladadas a nuevos espacios, siguiendo la estrategia política del dictador Miguel Primo de Rivera para todo el país.
Solar del convento de San Francisco
El siglo XX trajo consigo nuevos planes para el convento de San Francisco, que, desde las primeras décadas, se enfrentaría a una frenética e inexorable cuenta atrás hacia el año fatídico: 1930. Pero, ¿cuáles fueron las causas de la completa demolición del edificio? “Es una pregunta muy difícil, hubo muchas razones, aunque una de ellas fue, sin duda, el hecho de que el conjunto había llegado sin uso claro a principios del siglo XX”, explica Gorka López de Munain.
La situación del antiguo monasterio —ligado a la vida del recinto amurallado de la ciudad, pero fuera de él— fue otro de los factores que jugaron en su contra: en la sociedad comenzó a calar el concepto de que “estorbaba”, de que frenaba los futuros ensanches de la ciudad y, en definitiva, el progreso de los vitorianos. No tardaron en surgir distintas propuestas para ocupar el solar que, presumiblemente, dejarían los vetustos inmuebles —en situación de semiabandono, pero no de ruina—; entre ellos, el proyecto de construcción de una nueva catedral, que acabaría desechándose.
Guerra total
Los acontecimientos terminarían por precipitarse a finales de los años veinte. Absolutamente convencido de que los planes urbanísticos de Vitoria pasaban por la desaparición íntegra del convento franciscano, el ayuntamiento emprenderá una batalla sin descanso, una guerra total contra cualquier opinión discrepante, para lograr el objetivo.
Enfrente, las instituciones encargadas de velar por el patrimonio: de la Comisión de Monumentos Históricos y Artísticos de Álava a las academias de Historia y Bellas Artes, y el propio Ministerio de Instrucción Pública. Las autoridades permitían el derribo del excuartel, siempre y cuando se mantuviera intacta la iglesia. Condición férrea, sí, pues no entraba en los planes del alcalde afrontar la costosa restauración de una iglesia en la que no veía utilidad. Igualmente, poco ambiciosa: nada importaba a los historiadores del momento la preservación de los dos claustros, de estilo gótico y barroco.
Derribo de los edificios
Fue entonces cuando entró en escena un nuevo actor: la Caja Municipal de Vitoria se hace con la propiedad, que tratará de rentabilizar a través de (este, sí) un ambicioso plan inmobiliario, que incluye la construcción de viviendas de lujo. “Hay movimientos interesantes: para favorecer la opinión pública, se lanza la idea de que se van a levantar casas baratas para la población de Vitoria, y eso cala en la prensa, que comienza a generar una situación favorable al derribo”, analiza el coordinador del estudio. Un ardid a todas luces (las casas no llegarían siquiera a proyectarse) que indicaba cómo la batalla final se abordaría en dos campos diferentes: uno, el legal; el otro, la prensa.
En efecto, los principales diarios de Álava —El Heraldo Alavés y La Libertad— entran de lleno en el conflicto, publicando centenares de artículos, dando voz a opiniones profundamente dañinas para la conservación del convento gótico, asociándolo a expresiones como “nulo valor artístico” o “riqueza artística de ninguna clase”. El ayuntamiento de Vitoria aprovecha el viento a favor e impulsa el mantra de que el pueblo apoya sus planes de forma unánime. “La sociedad del momento miraba todo esto con curiosidad; en el ánimo general, como se percibe sobre todo a través del diario La Libertad, aparece la idea de que esto era un estorbo, algo que venía del pasado y había que mirar hacia el futuro”, relata López de Munain.
Las academias entran en acción
La presión de los defensores del derribo fue tal que lograron implicar al mismísimo Primo de Rivera. Las palabras del dictador mecanografiadas en un telegrama parecen dar vía libre al derribo, afirmando que “se ha acordado autorizar a ese municipio (Vitoria) para que prosiga las obras de urbanización sin que sea obstáculo para las mismas la iglesia de San Francisco, cuya conservación, por su escaso valor artístico, no interesa al Tesoro Monumental”. Aún habría otro factor más que favorecería la desaparición del convento: la inestabilidad política y la confusión del final de la dictadura (la II República aguardaba a la vuelta de la esquina) suponían el caldo de cultivo perfecto.
De hecho, todo habría sido mucho más rápido y sencillo de no entrar en acción —casi, en la última curva— las instituciones garantes del patrimonio. La Real Academia de Historia rescató un artículo del Real Decreto-Ley aprobado en 1926, donde se afirma que el tesoro artístico queda bajo tutela del Estado, para alentar la conservación del convento. Por su parte, bajo la dirección ya de Manuel Gómez-Moreno, la Academia de Bellas Artes promueve el expediente que convierta la iglesia de San Francisco en monumento nacional. Y lo hace en una fecha que merece la pena recordar unos instantes: 8 de abril de 1930. Cabe precisar que el inicio del proceso ya prohibía cualquier acción contraria a su conservación.
Solo dos días más tarde, tras ser comunicado al ayuntamiento de Vitoria el expediente que echaba abajo definitivamente sus planes, se produjo una de las casualidades más vergonzosas de la historia del patrimonio español. El 10 de abril de 1930, el ábside del templo gótico amanecía visiblemente dañado, una circunstancia que acercaba lo que quedaba del edificio a un estado de ruina inminente, pues en los días siguientes se iría confirmando el colapso de la parte más valiosa del edificio. Los detalles de la inconfesable estrategia del ayuntamiento se verían aireados en la prensa, para oprobio de la institución: la cabecera fue derribada “atando unas maromas y enganchándolas a unos camiones que, al arrancar, produjeron el derribo del ábside”. Vía libre para la demolición completa.
Operarios observan los trabajos de demolición
Algunos elementos de probado valor artístico, como los claustros, fueron solicitados por municipios alaveses. Sin embargo, los autores de la investigación más amplia que se ha llevado a cabo fueron incapaces de rastrear dónde fueron a parar las piedras de San Francisco. “El solar estuvo 18 años sin que se construyese nada y eso dejó mucha huella: caló en la ciudad la idea de que se había derribado un monumento extraordinario sin una justificación clara”, revela Gorka López de Munain. “Me gustaría pensar que desastres como este no volverían a suceder hoy y, de hecho, creo que sería difícil que ocurriese en una ciudad —reflexiona el historiador del arte—, pero esto sigue pasando en el ámbito rural, más olvidado, donde encontramos iglesias románicas completamente hundidas y capiteles que cualquiera se puede llevar con las manos”.
Para recordar la herida dejada por la desaparición del convento, basta con acceder a las oficinas del edificio que ocupó su solar, la Delegación de Hacienda de Álava, desde donde se pueden observar los únicos restos que sobrevivieron al desastre.