La gestión de la DANA, la mala gestión o la ausencia de gestión, ha dejado al desnudo las carencias y las deficiencias de un Estado autonómico que fue el fruto transaccional de un momento histórico periclitado ya
Ante los desastres sucesivos que hemos vivido tras la DANA, es lógico que haya quien se quiera distanciar de la política y de los políticos. Lógico también que uno se pregunte de dónde sale esta gente, cómo llegan a ocupar sus cargos o por qué esos cargos fluctúan y pasan de unas manos a otras de manera tan aleatoria como ineficiente. Lógico que genere perplejidad que no haya una cascada de dimisiones en Valencia, que el Partido Popular se debata cínicamente entre enterrar o proteger a Mazón y que Mazón esté pensando en sacrificar a parte de su gobierno para eludir sus propias responsabilidades. Pero, más allá de todas estas reflexiones coyunturales y de los problemas más o menos congénitos de la clase política, lo que no hay más remedio que replantearse es el modo en que funciona la cogobernanza en España.
La gestión de la DANA, la mala gestión o la ausencia de gestión, ha dejado al desnudo las carencias y las deficiencias de un Estado autonómico que fue el fruto transaccional de un momento histórico periclitado ya. El escenario anómalo en el que se ha desembocado, situado extrañamente entre la descentralización y la recentralización (declaración de emergencia de interés nacional o estado de alarma), indica, entre otras cosas, que la arquitectura administrativa del Estado no tiene las hechuras que exige el abordaje de ciertos problemas. O se fortalece al Estado central o se intensifica el federalismo redefiniendo la articulación entre los diferentes entes políticos. Y me temo que no estamos instalados ni en un lugar ni en el otro.
Hoy por hoy, parece complicado pensar en el fortalecimiento de un Estado centralizado. Por una parte, porque las fuerzas políticas de las que depende la gobernabilidad de España no militan en esta línea, ni siquiera lo hace la extrema derecha paleolibertaria a la que en estos días hemos visto clamar contra el Estado (nunca en favor de la autogestión popular, como algunos han creído). Por otra parte, porque no es la directriz que se está trabajando desde la Unión Europea en la que el poder difuso de las grandes multinacionales y los intereses geoestratégicos aconsejan claramente instancias supraestatales mucho más potentes. Tema distinto es que sea fácil emprender ese camino, no solo por el influjo de las fuerzas reaccionarias-nacionalistas y la inercia del poder establecido, sino porque son los propios Estados los que tendrían que aprobar su paulatina defunción.
Lo cierto es que, en términos generales, es cada vez más evidente que un Estado centralizado resulta demasiado grande para las cosas pequeñas y demasiado pequeño para las cosas grandes, como decía Luigi Ferrajoli hace ya algunos años. Esto es, que ese tipo de Estado no tiene que ser necesariamente suprimido, pero sí ha sido ampliamente superado. Y esto aunque en la crisis que nos ocupa ha sido y es el Gobierno central el único que ha puesto en marcha las medidas necesarias dado que lo ha hecho, fundamentalmente, debido a la incomparecencia y la incompetencia del Gobierno valenciano.
En España, la distribución de competencias entre los distintos órdenes políticos ha sido siempre un incómodo caballo de batalla y un problema mal resuelto. Está claro que no hay mimbres para hablar de un federalismo genuino, a pesar de la situación aventajada de la que gozan ciertas Comunidades Autónomas. Y, sin embargo, aunque oficialmente al gobierno central se le concede un papel preponderante, los instrumentos que tiene a su alcance carecen de la fortaleza y la eficacia que exige, entre otras cosas, la gestión de una catástrofe como esta. Hay una estructura administrativa mejorable, confusión entre el plano jurídico y político, y faltan herramientas estructurales que garanticen la cooperación que se necesita, independientemente de la voluntad voluble del político de turno.
En el caso de la DANA, las críticas a Sánchez han señalado, precisamente, las dudas iniciales y una cierta lentitud en la respuesta que se debió, sobre todo, a la falta de coordinación y de capacidad de reacción. A los ojos de mucha gente, no hubo el mando único ni la voz unificada que la tragedia requería y faltó agilidad y contundencia. Pero… ¿pudo el Gobierno hacer más en ese momento o es que, de facto, puede hacer demasiado poco? ¿Podría haber ido más lejos considerando el modelo competencial que tenemos?
La descentralización de competencias debería articularse teniendo en cuenta la extensión o el número de personas afectadas, la intensidad o la trascendencia del caso, y la eficacia comparativa en su gestión, pero no tenemos el marco legislativo que asegure semejante reparto. En ciertas condiciones, hay que asumir que nuestro Estado autonómico resulta totalmente disfuncional y que seguimos siendo ineficientes para dar respuestas rápidas y urgentes cuando se necesitan. Habida cuenta de las terribles consecuencias que tal debilidad puede llegar a tener, conviene que tomemos buena nota y lo pensemos a fondo.