Afirmar que la DANA es producto de un «ataque meteorológico» de Marruecos, mata. Darle las “gracias a Dios y al innombrable Francisco Franco que desvió el cauce del Turia”, mata. Afirmar que hay 1.000 fallecidos en un parking sin una sola prueba, mata
No se puede hablar de la noche si aún es de noche. No se puede. Hay que dejarla marchar (a la noche) para verla de espaldas caminar calle abajo y –entonces sí– (d)escribirla. No sé quién lo dijo, pero llevaba razón. No se puede. Quizás fuera Rousseau, quien también afirmaba que para escribir es necesaria una cierta distancia: “Si quiero describir la primavera, es preciso que me halle en el invierno”. Es la distancia ese requisito para que acune el entendimiento: ante una tragedia, ante el amor, ante el duelo o el desamor.
Annie Ernaux, por ejemplo, defendía que la escritura de la distancia era una forma de objetivar su situación: “distancia de mis padres durante la adolescencia, distancia entre la niña que había sido y la mujer adulta en la que me he convertido, distancia entre el mundo de mi origen y el mundo burgués e intelectual, entre la cultura original y la de hoy, que me permite escribir… La «distancia objetivadora» -término utilizado por Bourdieu-”.
Eso me digo porque no consigo escribir nada sobre todo lo ocurrido durante las últimas semanas. No comprendo lo que he visto, lo que he leído. ¿De verdad lo he visto? ¿De verdad leí o escuché aquello? ¿Eso otro?
Salgo a caminar a casa de mis padres. Unos cuarenta y cinco minutos de un extremo de la ciudad a otro que mi padre, cada vez, intenta que yo haga en autobús o en coche. Desde hace años tengo una inquietud en la planta de los pies que me obliga a recorrer la ciudad y a tejer distancias. Nunca supe ver sin caminar. Nunca supe escribir sin caminar. Amar sin caminar. Pensar sin caminar. Caminar contra el dogmatismo. Contra la incertidumbre. Contra el agotamiento mental. Contra el capitalismo. Contra la hiperactividad. Caminar es un canto a la vida, una reconciliación con el cielo y nuestros abismos. Caminar me coloca los órganos en su sitio, al menos hasta la siguiente caminata.
¿Es el dogmatismo algo propio de las posturas sedentarias? Camino a todas horas por si acaso y como antídoto, contra todo lo que me entristece. Y, por supuesto, gracias a mis caminatas expiatorias enderecé no pocos capítulos de mi vida. Le debo también varios diálogos completos de mi última novela y de la que estoy escribiendo a algún paseo por el río. Le adeudo a mis excursiones nombres de personajes, giros en la trama, párrafos completos en este rincón de elDiario.es. Hegel, por ejemplo, escribió que caminar es pensar y Nietzsche llamó a sus aforismos “pensamientos paseados”. No estoy tan desquiciada, al fin y al cabo, por someter a mi cuerpo a estímulos diferentes lejos del zumbido incesante de las redes sociales. Puede ser que a toda caminata la sostenga un sueño, un anhelo, como el río incesante de personas acarreando cubos, palas, escobas, fregonas, garrafas de agua y carros de la compra para ayudar a los valencianos.
Me digo que no pasa nada por quedarse sin palabras en este circo, por asumir la tarea de tomar distancia, de caminar unos kilómetros e intentar auscultar el latido de una sociedad que a ratos me parece enferma, a ratos convaleciente, a ratos podrida
Decía: No tengo nada que opinar sobre lo que ya opinaron decenas, centenares de personas en este país. Ante cualquier catástrofe, las redes se llenan de opinólogos y expertos. No tengo nada que decir, no tengo nada que aportar ante tanta barbarie, se me atraviesan las palabras y la pluma, se me enredan. Tantos muertos. Tantos desaparecidos. Tantas declaraciones. Tantas morgues improvisadas. Tantas familias sin poder velar a sus muertos, observando estupefactos el lamentable espectáculo mediático de gentuza como Iker Jiménez, como su colaborador Rubén Gisbert arrastrándose por el barro para narrar con mayor dramatismo una de las mayores catástrofes vividas en los últimos años. Tanta opinión sin fundamento ni mesura.
Quizás se deba a que no he recorrido los kilómetros necesarios y prefiero guardar silencio. La mayor profundidad en mí es ahora la del silencio. La mayor profundidad consiste en el vacío en que caemos todos. Periodistas pornográficos revolcándose por la desgracia de los valencianos para una mejor puesta en escena, Mazón en una comida de varias horas con la periodista Maribel Vilaplana para ofrecerle la dirección de la televisión pública, mientras los valencianos tenían el agua ya por las rodillas, unos políticos insultando a otros, otros insultando a unos. El negacionismo climático mata más que la catástrofe climática. Informarse sobre la DANA por lo que dice un experto de ovnis, mata. Grabarse haciendo como que lloras, mata. Afirmar que la DANA es producto de un “ataque meteorológico” de Marruecos, mata. Darle las “gracias a Dios y al innombrable Francisco Franco que desvió el cauce del Turia”, mata. Afirmar que hay 1.000 fallecidos en un parking sin una sola prueba, mata. La proliferación de organizaciones ultraderechistas, mata. La obcecación por el ladrillo, mata. Afirmar que la DANA se ha provocado para arruinar la cosecha de naranjas en Valencia y favorecer a Marruecos, mata. Negacionistas, conspiranoicos, terraplanistas, fake news, bulos: el mundo se está muriendo por la ignorancia y el odio, pero también por las palabras vacías.
Me digo que no pasa nada por quedarse sin palabras en este circo, por asumir la tarea de tomar distancia, de caminar unos kilómetros e intentar auscultar el latido de una sociedad que a ratos me parece enferma, a ratos convaleciente, a ratos podrida; de una sociedad donde prima la rapidez, los 140 caracteres y las imágenes descontextualizadas.
Ya en casa de mis padres, rescato bagatelas de la que fue mi habitación de adolescente. En cada visita, elijo una o dos que me hablen de ese mundo que una vez habité y que me cuenten una historia, que me anclen a ella en esta modernidad líquida. De nuevo pienso en todos los objetos perdidos por la DANA, no por su fisicidad, claro, sino por las historias que cuentan de las vidas de los desaparecidos. Elijo una chaqueta tres cuartos de hace 30 años color flor de azafrán que compré en un Zara –cuando aún compraba en Zara– para una de mis primeras entrevistas de trabajo. La prenda es ahora dos cosas a la vez: la historia de la que un día fui (la inseguridad de los primeros coqueteos laborales, el temblor, la boca seca) y el relato que me cuentan los hilos tejidos de esta chaqueta sobre la España de los ochenta.
Cojo algunos chismes de la cultura pop escondidos en mi antigua habitación porque el 20 de noviembre presento la novela de Nuria Pérez, “No tocarás”, artífice del tan premiado podcast “Gabinete de curiosidades” y que tan bien ha recreado la vida de aquellos objetos que nos narran.
Ya en casa, me dispongo a lavar la chaqueta. Miro la etiqueta: “Hecha en España”. La primera tienda de Zara fue abierta en mayo de 1975, en Coruña. Luego vino el “boom” textil de los años 80 en Galicia, la formación de pequeños talleres y cooperativas de costureras en exclusividad. Cientos de mujeres gallegas del medio rural trabajaron durante aquella época como subcontratas para Zara. Luego vino la deslocalización hacia el sur. Recuerdo entonces ese otro titular reciente: Amancio Ortega pone a disposición un fondo de 100 millones para los afectados por la DANA. No tengo nada que decir. Donde antes ponía España, ahora está escrito Bangladesh. Con la chaqueta puesta, escribo: No se puede hablar de la noche si aún es de noche. Y ya está.