La continuación del éxito del año 2000 se estrena este viernes con Ridley Scott a los mandos de un filme excesivo, delirante y engolado con Paul Mescal y Pedro Pascal a la cabeza del reparto

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Que una película se convierta en un clásico de la cultura popular es altamente improbable por no decir casi imposible. Son pocas las que consiguen instalarse en el imaginario colectivo. Que solo una imagen, el acorde de su banda sonora o una frase sean suficientes para que la gente sepa de lo que se está hablando. Gladiator es, sin dudarlo, una de ellas. Cuando el cine de romanos estaba muerto y enterrado, Ridley Scott se sacó de la manga una vigorosa actualización que apoyada en las nuevas tecnologías reconstruía la antigua Roma en una historia de venganza que fue un éxito de taquilla -con más de 465 millones de dólares recaudados en todo el mundo- y de crítica. 

Gladiator fue la gran ganadora de los Oscar de 2001, logrando cinco premios, entre ellos los de Mejor película y Mejor actor para Russell Crowe. Era la película transversal. La que había contentado a todos y ya entonces se intuía su poder para calar en la gente. El tiempo ha dado la razón a aquella decisión. Mientras que pocos podrían decir varias de las ganadoras más recientes de los premios de la Academia de Hollywood, todos saben que el filme de Ridley Scott lo ganó. 

Más importante, de ella se recuerda su banda sonora, planos concretos como el de la mano acariciando el trigo, o frases convertidas en himnos como aquellas “Fuerza y honor” o “Lo que hacemos en la vida tiene su eco en la eternidad”. En el paso de Gladiator a icono popular ha tenido mucho que ver, también, el deporte. La épica masculina del sacrificio y la entrega del filme fue adoptada por muchos equipos y entrenadores de fútbol, que tomaron como ejemplo la película para motivar a sus jugadores. En 2009 se descubrió que Guardiola usaba imágenes del filme para estimular al Barça en sus mejores años. 

No es de extrañar, por tanto, que Gladiator sea la típica película que cualquier deportista repite como su favorito cuando les hacen esos manidos tests en mundiales o juegos olímpicos. Lo es porque su mensaje era sencillo y calaba, y les daba esperanza en su competición: si luchas mucho, si te esfuerzas, si tus valores son el honor y la fuerza, lograrás lo que te propongas. Un elogio de la meritocracia que también escondía un mensaje conservador que ha sido abrazado por hordas de incels, que también repiten lo de “Fuerza y honor” como lema o incluso lo llevan tatuado.

Gladiator se ha colocado con el tiempo en un espacio merecido para la historia del cine, pero también en uno siempre al borde de la parodia. Aquella película era también fruto de su tiempo, y su hiperbólica épica y masculinidad ya rozaba entonces lo kitsch. Elementos que sin duda deberían tenerse en cuenta si alguien, en su sano juicio, tomara la suicida decisión de hacer una secuela de una película tan exitosa y amada como aquella. Pero todos sabemos que a Ridley Scott la lógica nunca le ha importado, y con los años parece haberse convertido en un kamikaze. 

Él ha decidido acometer el proyecto de continuar la franquicia en una película que comete el principal error posible, no entender aquella película como una que capturó el zeitgeist, el espíritu del momento. Intentar repetirlo ahora era abocar al filme a lo que es: una parodia involuntaria de todo lo que convirtió aquella en un clásico. Seamos claros, Gladiator 2 es una película que cae en el ridículo en tantas ocasiones que incluso muchas personas se preguntarán si no será que Ridley Scott busca ese tono de sátira de forma intencionada. No es posible que un drama de romanos tenga momentos tan kitsch de forma tan constante. Pero cualquier que conozca a Scott sabe que es imposible que se haya tomado Gladiator 2 como una mamarrachada, como el gag de Saturday Night Live en el que se convierte una y otra vez por intentar replicar sus mejores momentos una y otra vez.


Denzel Washington, el único que entiende el circo de ‘Gladiator II’

Este intento de replicar todo sin que lo parezca está claro desde la propia trama del filme, un calco de la primera parte. Si allí el arco narrativo de Máximo Décimo Meridio era su caída como general y su ascenso como gladiador, aquí esa historia se parte en dos para dar cabida a las dos estrellas del filme. Será Pedro Pascal quien escenifique la parte de la caída como general; mientras que el actor de moda, Paul Mescal, será un bárbaro que renacerá como gladiador y se convertirá en el enlace nostálgico con la primera película. Ni rastro de intentar algo mínimamente original.

A la vagancia narrativa de un guion que parece escrito con inteligencia artificial se suma la apuesta de Ridley Scott por la peor enfermedad de las secuelas, el ‘más grande y más caro’. Gladiator era espectacular en sus batallas, en sus combates y lograba meter al espectador en la arena del coliseo. Aquí, por su tendencia al exceso, cae en lo inverosímil y en, de nuevo, la parodia involuntaria. Ocurre con la escena de unos monos digitales que parecen los de Jumanji, y llega al paroxismo con la naumaquia, una idea potente lastrada por la ocurrencia de meter tiburones en el coliseo (sí, no se pregunten cómo los llevaron al coliseo porque no obtendrán respuesta), convirtiendo una idea estupenda en un despropósito. Esa tendencia al exceso también está en su regocijo violento. Hay amputaciones, decapitaciones, y todo tipo de excesos que parecen más caprichos. La única forma de salvar todo esto hubiera sido abrazando y siendo consciente de lo kitsch de la propuesta. Pero nunca llegue ese momento.


¿Naumaquia con tiburones en el coliseo? Todo es posible para Ridley Scott en ‘Gladiator II’

La esquizofrenia de la película se nota también en el reparto de actores, cada uno en un registro diferente. Ni rastro del carisma de Pedro Pascal, que parece perdido y sin rumbo; Paul Mescal se toma demasiado en serio cada frase, asumiendo la falsa épica del filme; la dupla villana que forman Fred Hechinger y Joseph Quinn como Caracalla y Geta se pasan de frenada intentando copiar lo que bordó Joaquin Phoenix en la original. Solo Denzel Washington parece entender el equilibro entre el circo de tres pistas y lo engolado de los diálogos. Solo como pronuncia “politics”, marcando la ese final de forma socarrona en una escena que provocó la risa del público, demuestra más conocimiento de lo que allí se cuece. Cierto que su papel es el más goloso para ello.

Por supuesto hay que tender los suficientes guiños a la película anterior. Empezando por lo narrativo, que aunque se deja intuir en el tráiler evitaremos desvelar, aunque es imposible no destacar ese busto que supuestamente se parece a Marco Aurelio, pero claramente quiere desvelar la relación entre dos de los personajes. Y siguiendo por los momentos metidos con calzador para que entren en escena las frases míticas -por supuesto oirán de nuevo “Fuerza y honor” y “Lo que hacemos en la vida tiene su eco en la eternidad”-; y otras muchas más. 

También repiten los valores que movían a todos sus personajes, y es aquí donde Ridley Scott vuelve a reincidir en la ira y el amor como motor de la sociedad. Dos conceptos rancios hace 20 años y más rancios ahora. No es lo colectivo. No es la voluntad de hacer políticas de cambio lo que provoca la revolución, sino algo tan simple como la voluntad de vengarse por el ser amado.